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El alma en unos ojos

Estos días se han activado los grupos de chat del colegio de mis hijos porque ya se vienen las olimpiadas anuales. No soy seguidora de los chats grupales, de hecho no soy grupal en general desde mi niñez solitaria, me gusta la cercanía de las relaciones personales. En uno de los chats una mamá nos recordó que son los últimos años de estas actividades. Es verdad, los años de mis hijos bajo mi total cuidado están terminando como parte de su derecho a la libertad. Me pregunto ¿Estarán listos para todo lo que se viene? ¿Podrán decidir desde ellos como prioridad? ¿Sabrán elegir? ¿Se cuidarán?  ¿Sufriran?.

 

Siento que ahora los problemas son más complicados, hay cosas que no entiendo con el paso del tiempo. El mundo globalizado lleno de tanta información al alcance me hace por instantes desconfiar y preferir mi mundo pasado, el de juegos de ronda, elástico, columpios, teléfonos análogos, television en blanco y negro, fiestas con horario en casas conocidas, sillas para esperar que alguien me saque a bailar, declaraciones formales y comunicación con emoticones humanos. Sin embargo, cada tiempo es como es, así que no hay días mejores ni peores, la profesión de madre de adolescentes quiere creer que lo pasado fue más tranquilo y controlado.

Yo probé alcohol a los diez y seis años y en algunas ocasiones me sentí mal, a esa edad, uno, dos o tres tragos marean igual. Nunca medí el peligro, ni pensé que me podía pasar algo, la normalidad de la época eran las reuniones de los mayores con tragos. En ningún lugar se alertaba sobre las consecuencias del alcohol mas allá del peligro de ir directo al infierno, lo que desconocían quienes amenazaban con eso es que a veces uno ya vivía su propio infierno terrenal convirtiendo el miedo al castigo en relativo. He examinado en mi memoria por qué lo hice, lo hice porque con la respuesta he podido hablarles a mis hijos desde la verdad. Probé alcohol por curiosidad de saber que sentían los mayores, porque al hacerlo con mis amigas lloraba más fácilmente mis dolores y porque otros lo hacían.  No lo hice por calzar, por vicio ni con desconocidos ni en lugares peligrosos.  Un día alguien se quiso propasar conmigo y me di cuenta de los efectos y la pérdida de control sobre mi misma. En mi mayoría de edad ya casada fui gran farrista y tomadora social, amé las farras hasta hace unos tres años en que mis hijos crecieron y me cuestionaron situaciones con razón. Ahora de vez en cuando disfruto un vino.

 

En torno al alcohol, enfrenté una de mis más grandes depresiones por la muerte de un amigo en un mirador en manos de ladrones. Lloré la muerte de una amiga y su esposo por un borracho al volante y vi a su hijo huérfano de cuatro años entrar a la iglesia con una manta para taparlos. Sigo con un hueco en el alma por la muerte de mi primo hermano en un accidente ocasionado por una mujer ebria. He visto a amigos y familiares lidiar con enfermedades por sus adicciones. He visto matrimonios terminar, traiciones, violencia, demasiadas lágrimas derramadas y nadie que lo enfrente. Creo que mis hijos tienen derecho a conocer esta parte del alcohol socialmente aceptada como normal sin mentiras.

 

El alcohol es una droga que puede sumergir en un mundo irreal y de desventaja para relacionarse.

 

Los años de mi cuidado total van terminando, mis hijos aprenden a cuidarse y yo solo puedo acompañarlos con el mismo respeto de estos años. Su criterio los guiará y les dará los recursos internos para seguir. Un mundo con mayor conciencia es su derecho.

 

En Manabí decimos mis niños a nuestros hijos o primos que hemos visto crecer y todavía no se casan. Para mi mis hijos son mis niños los que siempre me muestran el alma en sus ojos.

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